Un pinchacito y todos tus problemas desaparecerán
Bienvenidos una vez más, queridos amantes del misterio, el terror y lo oculto a mi pequeño rinconcito de Internet. La semana pasada hablamos de tratamientos antiguos que, quizá con la excepción del jarabe de heroína (hay gente para todo), ninguno habríamos querido padecer. Uno en concreto os llamo la atención más que otros: estoy hablando de la lobotomía transorbital o de picahielos del doctor Walter Freeman y, viendo el interés generado, he decidido que quizá sería buena idea ahondar en la historia de este carismático y amable doctor y su instrumento de trabajo favoritos. Agarrad el instrumento de cocina más punzante que tengáis a mano y acompañadme, porque hoy vamos a explorar la historia de uno de los procesos médicos más populares y terribles del siglo XX.

Pero vayamos al principio del asunto. La primera lobotomía no fue cosa del doctor Freeman, ni siquiera de Moniz, sino que fue algo totalmente accidental. En 1848, un tal Phineas Gage, capataz de obra y uno de los hombres con más mala suerte del planeta, olvidó poner arena en una de las detonaciones de pólvora que estaban usando para allanar un terreno. El resultado fue que una barra metálica voló por los aires, concretamente desde el suelo hasta el mentón de Gage. La barra de metal le atravesó el cráneo de forma vertical y aunque sobrevivió, sufrió un cambio radical de personalidad y comenzó a padecer ataques de epilepsia.
Viendo el claro y abrumador éxito de esta punción forzosa, algunos médicos de la época, sin duda de los más iluminados que uno podía encontrarse, comenzaron a pensar que igual lo que le hacía falta a los enfermos mentales era un buen piquete en la cabeza. Uno de los primeros fue Gottlieb Burckhardt que, en vez de contentarse con pinchar cosas decidió que era mucho mejor sacar cosas. Extirpó pequeños trocitos de cerebro a seis de sus pacientes en un proceso que llamó topectomía y en 1892 presentó sus informes a la comunidad médica. ¿Les gustó? Pues no, no mucho. Al resto de médicos eso de arrancar trozos de cerebros no terminaba de gustarles, así que le dijeron que se tomase una tila y se fuese a reflexionar sobre lo que había hecho.

Cosa de medio siglo después, en 1935, António Egas Moniz, profesor de la Universidad de Lisboa en el área de Neurocirugía, y Walter Freeman de la Universidad de George Washington, retomaron el interés por hurgar en la materia gris de la gente a raíz de un experimento exitoso con una chimpancé. Moniz era el creador de la angiografía, una radiografía para ver las arterias del cerebro, por lo que se puede decir que no era precisamente un novato en temas cerebrales. Tras estudiar el asunto a fondo, llegó a la conclusión de que retirar fibras de materia blanca del cerebro podía ser la clave para solucionar muchos problemas. Así que seleccionó a una paciente que padecía depresión, ansiedad, paranoia y una larga lista de síntomas nada halagüeños y procedió a ello. ¿Y sabéis qué? La mujer se curó. De los veinte pacientes que trató, todos ellos casos graves, siete se curaron, siete mejoraron y solo seis permanecieron sin cambios. A este proceso lo llamó leucotomía y, como veréis en la imagen, era bastante diferente de la lobotomía transorbital, entre otras cosas porque había que atravesar el cráneo. Os complacerá saber que, como reconocimiento a sus esfuerzos, recibió un premio Nobel.

Es aquí donde entra en juego Walter Freeman, lobotomizador extraordinaire. Freeman estaba fascinado con el trabajo de Moniz, podría argumentarse incluso que era un ferviente admirador, un fanboy, por así decirlo. Pero, aunque fan hasta la médula del trabajo del portugués, Freeman estaba convencido de que podía superarlo. Sin duda tenía que haber una forma más fácil y rápida de hacer todo aquello, ¿verdad? Todo eso de tener que perforar el cráneo desde arriba parecía una pérdida de tiempo, sobre todo cuando las cavidades oculares estaban ahí mismo, esperando a ser perforadas. Picahielos en mano, comenzó a picar cerebros como si no hubiese mañana. El procedimiento era sencillo y de hecho no hacía falta ni un quirófano. El paciente solo tenía que tumbarse y con un punzón se le atravesaba la cuenca del ojo por un costado hasta llegar a esos molestos nervios cerebrales.

La lobotomía transorbital, como Freeman la llamó, lo curaba todo. ¿Tienes estrés? ¡Nunca más! ¿Eres gay? ¡Ya no! ¿El niño se porta mal? Bueno, puede que se haya quedado un poco vegetal… ¿pero a que ya no molesta? Freeman se convirtió en una superestrella y la lobotomía se puso de moda entre la sociedad estadounidense.
En los años cincuenta, decidido a expandir su arte de una costa a otra, se compró una furgoneta a la que bautizó cariñosamente con el nombre de “lobotomóvil”, una especie de batmóvil, solo que menos molona y con más sangre esparcida por la parte de atrás. Con ella recorrió el país ofreciendo lobotomías a todo aquel que las requiriese por el económico precio de 25$. ¡Una ganga! Las operaciones eran llevadas a cabo en la parte de atrás del lobotomóvil, solo precisaban de anestesia general y el “único” efecto secundario era un incómodo moratón en el ojo.

Por desgracia para los pacientes de Freeman, cortar nervios al azar no suele dar muy buenos resultados. Aunque algunos pacientes declararon haber mejorado, los casos de cambios bruscos de personalidad, epilepsia e incluso estados vegetativos fueron muchos. Uno de los más sonados fue el de Rose Kennedy, hermana del presidente de los Estados Unidos, John Kennedy. Su padre la consideraba problemática y la envió a lobotomizar cuando tenía veintitrés años. Esto la dejó imposibilitada de por vida y pasó el resto de sus días confinada en una institución mental.
En 1967, uno de los pacientes de Freeman murió por culpa de una hemorragia cerebral, quizá producida por el hecho de que aquella era su tercera lobotomía, y el pobre doctor perdió la facultad de ejercer. Toda una injusticia que no impidió que nuestro hombre siguiese practicando su técnica del picahielos hasta el año 1972, cuando la aparición de fármacos hizo que todo esto comenzase a parecer un poco primitivo. Se calcula que usando este procedimiento, Walter lobotomizó a más de 2.500 personas, al menos diecinueve de ellos menores… ¡y sin ningún tipo de entrenamiento quirúrgico previo! Todo un crack de la medicina. Ah, ¿y el motivo por el que dejó de ejercer? Se murió ese mismo año, de cáncer.
Bueno, aquí concluye nuestro breve repaso por uno de los procedimientos médicos más infames de la historia y por el hombre que lo popularizó. Para terminar os dejó una jocosa pieza musical inspirada en el doctor y su furgoneta.
Aquí Sheila, reportando para todos vosotros las historias más increíbles, los fenómenos más extraños y las cosas que nadie quiere que sepáis.
Cambio y corto.